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viernes, 11 de septiembre de 2015

“Ser maestra me ayuda a comprender la infancia de quienes pasan por mi aula”

A veces, los recuerdos vienen en forma de olores, sabores, o los trae una imagen. Esta vez se anunciaron con un sonido, que trajo en seguida el aroma; el del cemento húmedo mezclado con el humo de carne asada.

Me acuerdo de estar sentada en un aula, cursando el segundo grado de mi escuela primaria. Debería ser septiembre. Las ventanas estaban abiertas, entraba sol en la clase y no hacía frío. El sonido que hizo aparecer tal evocación, era el que producía el afilador de cuchillos, haciendo sonar una flauta chiquita de forma irregular. Nunca lo vi, a ése, el que pasaba los lunes por la calle del colegio. Pero bien real era la melodía, siempre cerca del mediodía, fundida con el olor a asado de la obra en construcción de enfrente. 

Ahora puedo asociar estos momentos casi al mismo tiempo: la flauta, el cemento fresco, el ruido de los obreros golpeando paredes, y el rico sabor de la carne hecha humo. La hora del almuerzo se acercaba. Yo podía predecirlo, preverlo. Todos los lunes a esa hora bendita, y cuando la flauta de pan sonaba, sabía que faltaba poco para volver a casa. La escuela quedaba en Barrio Norte de Capital Federal, se llamaba Saint Charles.

Ahora, yo soy maestra. Me toca evocar a esta nena hambrienta, dispuesta a desenmascarar a un hombre en bicicleta que silba una canción que no es canción, me ayuda a contemplar y comprender la infancia de otros que pasan por mi aula. Ellos viven para descifrar enigmas desafilados, se ríen del tiempo, porque están en el. Y eso les alcanza. Espero nunca perder de vista el gris pastoso del hormigón girando en la máquina, me avisa que mientras no se solidifica, todavía se le puede dar forma, como a la niñez, el momento más lindo de la vida. 
Todas las maestras deberíamos dar alguna vuelta en bicicleta, silbar bajito y dejar humo rico en el aire.

Roberta Garibotti