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miércoles, 19 de noviembre de 2014

Entrevista televisiva al Prof. Julio Díaz Jatuf sobre Bibliotecología

Hola. Comparto con ustedes la entrevista televisiva al Prof. Julio Díaz Jatuf, sobre Bibliotecología, su aspecto social y multicultural, como persona destacada dentro de la comunidad árabe-argentina, en el programa "El cálamo" del día 16 de noviembre 2014, en el siguiente vínculo



Viviana Appella
Secretaria Académica CaLiBiSo

domingo, 10 de agosto de 2014

Mil millones de platos vacíos




Caparrós, etnógrafo. Sus viajes de casi una década, para una serie de informes de Naciones Unidas, deparan esta crónica monumental sobre la marea de hambrientos del mundo -tan lejana de lo que aquí llamamos hambre. Sergio Chejfec, narrador de su generación y amigo desde los tiempos de la revista Babel, analiza el rompecabezas de su obra.

El hambre ha sido, desde siempre, el motor de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada influyó más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra mató a más gente. Todavía ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable. Yo no lo sabía”. Quien así escribe es Martín Caparrós, que acaba de publicar un libro de más de seiscientas páginas sobre el hambre en el mundo. En este trabajo confluyen todas sus facetas: el investigador, el escritor, el viajero, el etnógrafo, el cronista. Ese cruce de disciplinas, ese borramiento de fronteras textuales, no es nuevo para él y podríamos decir incluso que está en el centro mismo de su sistema nervioso. Arrancó como periodista de muy joven y entendió rápidamente que su campo de operaciones era nada menos que el mundo entero. Participó en algunos hitos mediáticos culturales de la vuelta a la democracia, como el programa de radio “Sueños de una noche de Belgrano” y, en televisión, “El monitor argentino”, ambos con su coequiper de entonces, Jorge Dorio, con el que hacían una dupla de enfants terribles de la modernización aperturista. Fundó también con Dorio la influyente revista literaria Babel. Más adelante le llegó la hora a otro de sus proyectos de largo aliento, el libro La voluntad, en tres tomos, una historia oral de la militancia política argentina en los 70, en colaboración con Eduardo Anguita. En los últimos años, además, ha sido una de las voces más críticas del kirchnerismo. Desde su blog “Pamplinas”, hasta hace poco absorbido en el diario El País, de España, intervino sobre debates coyunturales, como también lo hizo con su libro Argentinismos, que recoge desde su título lo que considera deformaciones nacionales. Grafómano incansable, nunca dejó que estos proyectos interrumpieran su ficción, que ya supera las tres mil páginas.
Para El hambre, Caparrós recorrió medio mundo, una vez más, para relevar ahora las estructuras de lo que quizá sea el problema clave de nuestra época. A lo largo de sus páginas, se distingue un nosotros de la reflexión (que excluye al hambriento) y un nosotros de la crónica (que a su manera y con inexorable distancia, lo incluye e interpela). Ese es el puente que erige el texto.
El volumen tiene un espíritu de denuncia, de panfleto alarmado. Así, desarma mitos o ideas arraigadas alrededor del tema. Por ejemplo, asegura que el hambre en la región de Sahel, en el centro de África, no es estructural. Incluso, comparando los diferentes capítulos, caemos en la cuenta de que el hambre en esos países no es consecuencia directa de la pobreza d recursos en esos países. Como enfatiza el autor, Níger (país ubicado al noreste de Nigeria) tiene, por ejemplo, grandes reservas de uranio, uno de los minerales más codiciados para la producción energética, que son explotadas por una empresa estatal francesa. El canon que pagan por ello es insignificante para el tesoro nacional e imperceptible para la población nigerina. Pero la investigación también desmiente otra creencia demasiado extendida, según la cual los países desarrollados han alcanzado la modernidad sencillamente gracias a que hacen las cosas bien... Son capaces, por ejemplo, de destruir un banco de reserva de granos para hacer a los pueblos más dependientes, a costa del hambre.

Por otra parte, este no es un libro suelto, caído del cielo justo en el interior de la biblioteca Caparrós. En los últimos dos años viene de publicar Comí , una novela de ecos autobiográficos y hedonistas que gira en torno al placer de la gastronomía, y editó también en España Entre dientes , pequeño tratado gastronómico o de “crónicas comilonas”. Con ambos volvió a sus primeras armas en el periodismo, la crítica de delikatessen en la revista Cuisine et vins, que dirigía Miguel Brasco. Los tres juntos pueden formar, para el propio Caparrós, una especie de “trilogía perversa”.
Contanos cómo surgió este libro.
En 2005 me propusieron hacer un trabajo raro, para el Fondo de Población de Naciones Unidas. Consistía en armar una publicación sobre el estado de la población mundial. Tenía que escribir diez historias de vida de jóvenes en relación a un problema distinto cada año: Inmigración, Cultura, Cambio climático, Educación sexual y reproductiva, y otros más. Me llevó por todo el mundo. Tuvo dos efectos para mí ese laburo. Uno fue terminar de interesarme en una forma global de pensar los problemas. De ahí salió Una luna, que tiene que ver con la inmigración; Contra el cambio , sobre el cambio climático. El otro efecto que tuvo fue el de hacerme notar que detrás de todos esos casos había gente que no comía lo suficiente. Ese es el origen de este libro, que hice por mi cuenta, con independencia de ese ámbito.

Uno de los casos más dramáticos que tomás es el de Níger, en Africa central. ¿Cómo es el encuentro con esa realidad tan extrema?
A Níger fui tres o cuatro veces en los últimos años. Es un lugar que me impresionó por muchas razones. En temas de desnutrición es uno de los lugares más pesados, porque es una desnutrición totalmente regular. Todos los años, cuando llega el mes de agosto, se acaba la cosecha de mijo que han levantado en octubre, y no tienen más. Quedan esos meses que los franceses llaman soudure (la soldadura) y los ingleses hunger gap (brecha de hambre). Es una situación increíble porque se repite todos los años, en un país que por un lado es muy pobre y, por otro, tiene las segundas reservas de uranio, sólo que las explotan chinos y franceses, sin que quede nada en el propio Níger.

¿Cuál es el impacto en el escritor al ver a un semejante inmerso en esa situación límite?
Tiene algo que casi da vergüenza decir; existe una dignidad humana en la pobreza extraordinaria de esa región. No se trata de la miseria del conurbano, donde todo es dramáticamente sucio y miserable. Hablo de una pobreza tan ancestral que se sostiene con un porte distinto. Pero me gusta pensarlo como el encuentro con gente radicalmente diferente, que es uno de los grandes atractivos que tiene hacer este trabajo. Estamos demasiado acostumbrados a encontrarnos con nuestros semejantes más íntimos, y estamos totalmente desacostumbrados a encontrarnos con los distintos. El mundo está organizado para que no tengamos nunca esa experiencia, para que creamos que todo es más o menos como lo conocemos; entonces, basta con que de vez en cuando miremos un documental en la tele como para reafirmar la distancia.

Leyendo El hambre, da la impresión de que, si bien recorriste medio mundo, muchas de esas historias se repiten en su dinámica.
Sí. Lo que traté de hacer es que cada uno de los lugares pusiera de algún modo en escena algunos mecanismos de la desnutrición. Por ejemplo, el caso de Níger, donde la desnutrición parece estructural, hasta el caso de Madagascar, donde el problema es la apropiación de tierras a manos de grandes empresas provenientes de los países más ricos. Eso, pasando por todo un largo recorrido que incluye a la Argentina y las familias que viven de la basura del Ceamse, en José León Suárez, donde lo que quería poner en escena era la idea de la desnutrición en el país de la abundancia de alimentos, es decir, la distribución como razón básica.

¿Pero cuando decís “el hambre en Africa”, estás nombrando el mismo fenómeno que cuando decís “el hambre en Chaco”?
Eso es interesante, porque en general ya no existe la hambruna clásica, esa que veíamos por televisión, la imagen de un chico con el vientre inflado y flaquísimo. O existe en casos de guerra o cataclismo natural. La mayor parte tiene que ver con un proceso mucho más lento y continuado, y por eso mucho más indignante. La idea de no poder alimentarse todos los días, como es necesario. En la India, el país con más desnutrición del mundo, es aún peor porque existe una adaptación de millones de personas a una alimentación insuficiente. Quizá no se mueren pero no terminan de desarrollarse y viven toda una vida en condiciones paupérrimas.

¿Cuando en Argentina se habla de desnutrición, entonces, de qué se está hablando?
En general, se trata de un sector cada vez más afirmado que come cada vez peor. Hay un estudio de la antropóloga Patricia Aguirre que trabajó sobre las dietas de los argentinos en los últimos ochenta años. Encontró que hasta los ‘70 casi toda la población argentina comía la misma proporción de carnes, verduras, hidratos de carbono y demás. Después eso se va diferenciando y se va constituyendo una forma de alimentación de los más pobres que es cada vez más carente de todos los nutrientes necesarios, cada vez más consistente en grasas e hidratos de carbono. Alimentos que llenan y son baratos. Eso confirma que desde los ‘70 la injusticia fue creciendo.

¿A quién puede convenirle que haya 900 millones de hambrientos?
Mira, es una de las cosas que más me sorprendieron en este trabajo: esa cifra coincide bastante ajustadamente con las personas que le sobran al capitalismo. Lo cual es un error para el propio capitalismo, pensado incluso desde su propia lógica, porque necesitás poder usar todos los recursos que tenés, y el sistema no sabe cómo usar a todas esas personas. Entonces las tiene ahí tiradas, sin rol, sin necesidad. Cualquiera que fuera un poco honesto te diría que a todos les conviene que se mueran, porque no sirven para nada pero complican las cosas. Te asustan un poco porque de tanto en tanto saltan una verja y tratan de meterse en el patio de atrás de tu casa... Y además, de vez en cuando las campañas de prensa, la culpa o el Papa molestan, y entonces les tenés que mandar una bolsa de granos, tratar de que no se te mueran demasiado en directo. Yo no creo que lo hagan a propósito, por el sólo hecho de que no les sirvan. Me parece, más bien, que es un error del sistema, y no saben qué hacer con eso.

Sos un conocido sibarita, amante de la buena comida, incluso trabajaste como crítico gastronómico. ¿No te resultó contradictorio con este libro?
Sí, y todavía no sé bien cómo resolverlo. Es obvio que para que uno se coma un buen salmón de Noruega, con alcaparras que vienen de España y un arrocito blanco de Tailandia (algo sencillo), tiene que ponerse en marcha un mecanismo económico y de mercado que es el mismo mecanismo por el cual millones de personas no comen. Si el arroz ese no se pudiera exportar en los países de origen, Tailandia o Madagascar, costaría probablemente tres veces menos. ¿Qué hacés con eso entonces? No sé. Por otro lado, es cierto que compartimos culpas, pero que esa generalización de las culpas no puede significar la dilución de los que tienen infinita más responsabilidad que uno: aquellos que se llevan miles de toneladas de granos y dejan suelos exhaustos para producir alimentos, o quienes saquean los minerales de un país extranjero y son capaces de inducir un golpe de Estado si no encuentra complicidad de quienes gobiernan esos países pobres.

Al leer este libro pensamos que podía considerarse una versión de “Los condenados de la tierra”, de Franz Fanon. En el prólogo de ese libro, Sartre se pregunta a quién le está hablando Fanon, y responde que sin duda no era a los europeos, sino que estaba llamando a la rebelión a sus compatriotas. ¿A quién le estás hablando vos?
Ojalá... Hacia el final del libro de algún modo discuto eso, porque la gente que sufre esto que yo cuento, no lo va a leer. ¿Quiénes estamos conversando sobre esta cuestión entonces? Lo que trato muy epidérmicamente es el tema de para qué sirve una vanguardia. En algún sentido son aquellos que tratan de pensar por fuera del orden establecido. Pero por otro lado, pensar por fuera del orden establecido te da un poder que es lo que hizo que se jodieran todos los movimientos políticos, desde fines del siglo XIX hasta hoy.

Un fenómeno como el hambre, ¿justifica la violencia política?
“Justificar” es una palabra tramposa, porque ¿quién es el juez? Mi problema con esta cuestión es que en general esta hambre crea más una violencia social que una violencia política. Una violencia desarticulada, sin proyecto, que se agota en sí misma. Si esa violencia fuera portadora de un proyecto que permitiera acabar con el hambre, a mí me parecería sensato.

¿Este trabajo te llevó a releer tu experiencia de los ‘70, que abordaste en los tres tomos de “La voluntad”? Viéndolo en retrospectiva, a partir de “El hambre” nos podríamos preguntar si la violencia política, con todos sus defectos, finalmente no tenía un sentido, truncado por el triunfo del neoliberalismo.
Por supuesto que tenía un sentido, pero tenía también una cantidad tan grande de errores que se desvirtuaba ese sentido. Esto que decíamos acerca de que las vanguardias políticas se creyeran portadoras de toda la verdad y se sintieran autorizadas a cualquier acción en función de eso. Eso produjo desastres por todos lados. Pero abriéndonos del tema de los años ‘70, muchas veces la violencia política tiene sentido. El problema es cómo se articula y en función de qué. Nadie vendría a decir ahora que San Martín tenía que haber ido con una banda de Hare Krishnas tocando las panderetas. Se supone que estamos todos de acuerdo con esa violencia política. No se trata de un valor absoluto.

Hace casi dos años que vivís en Barcelona. ¿Te fuiste por algún tipo de exilio cultural?
No, ¡tengo demasiado respeto para las palabras para decir que se trata de un “exilio”! Primero, me fui porque me parece que de vez en cuando hay que vivir en otros lugares. Descubrí hace unos años que puedo hacer mi trabajo desde cualquier parte del mundo. Aunque, es verdad, también me parecía que el clima en la Argentina estaba innecesariamente caliente. Y , ¡ojo!, a mí me parece bien que haya confrontaciones cuando se están jugando cosas importantes para la estructura de un país. Pero acá todo sigue muy parecido a sí mismo y parece, sin embargo, que vivimos al borde de una revolución. Es un despilfarro de energía. Vale la pena pelear cuando hay algo por lo que estás peleando. Por el contrario, solo vemos grupos de poder que se gritan unos a otros y nos hacen creer que están cambiando algo de la estructura argentina, cuando no está cambiando nada.

Como varios de tu generación, has tenido amigos que en los últimos años piensan muy distinto a como pensás vos la política. ¿Cómo te lo explicás a vos mismo? Pensemos en tus pares, como Dorio, hoy conductor de 678, o Anguita, director del diario Miradas al sur.
No me parece tan raro que uno piense cosas distintas en distintos momentos de su vida. Me puede doler en algún momento si eso me priva de pasar un buen rato con un amigo. ¿Por qué raro determinismo debería uno pensar lo mismo que hace veinte años? Por otro lado, no consigo creerme mucho las discusiones de estos últimos años. Y por eso este libro es un gesto político también frente a esto. Este libro es un modo de decir “hay problemas, como el hambre, que son mucho más pesados y urgentes que tu chicana”.

Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/politica-economia/Martin-Caparros-El-hambre-entrevista_0_1190280991.html

viernes, 21 de enero de 2011

Pantallas y libros, en el mismo mundo (Entrevista a Roger Chartier)

El prestigioso historiador francés destaca la importancia de la escuela como herramienta clave para lograr una relación armónica entre la tecnología digital y la cultura del libro impreso.

Cuando se trata de analizar el pasado, el presente o el futuro del libro, resulta imprescindible abrevar en el pensamiento de Roger Chartier (Lyon, 1945). De sus numerosos trabajos sobre las prácticas de escritura y de lectura en Occidente pueden citarse el ya clásico El mundo como representación (Gedisa, 1992) y otros más recientes, como Escuchar a los muertos con los ojos (Katz, 2008). A pocas semanas de haber recibido el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de San Martín, el historiador francés conversó con adncultura sobre algunos de los temas que lo apasionan: los libros, las disputas con la cultura digital y la educación.

-En su lección inaugural en el Collège de France, titulada "Escuchar a los muertos con los ojos", usted formula una pregunta elemental, básica, que me gustaría retomar aquí. La pregunta es qué es un libro.
-Hay varias definiciones que podemos tener en cuenta, como aquellas surgidas de las metáforas empleadas en el Siglo de Oro o de las distinciones conceptuales del siglo XVIII, que sostienen que el libro tiene cuerpo y alma. O que el libro, como decía Kant, es, por una parte, un opus mechanicum , un objeto material producido por una técnica, que como objeto pertenece a quien lo compra; y, por otra, un discurso, una obra dirigida a un público que, en ese sentido, pertenece a quien lo compuso.

-¿Qué sucede con el sentido de la obra? ¿Es patrimonio del autor o del lector?
-La situación es realmente compleja. Porque lo que lee el lector es un libro, pero los autores no escriben libros. Escriben obras, discursos que otros -editores, impresores, tipógrafos- transforman en libros. Esa transformación da una forma al texto que algunas veces desborda o incluso contradice las intenciones del autor. Y de lo que se apropia el lector es del texto en su forma material. Pero, por otro lado, la construcción del sentido que realiza el lector no remite sólo a sus expectativas o categorías, sino también a la experiencia de lectura que cada forma particular del texto produce. De ahí, para mí, la necesidad de vincular tres elementos en el análisis: los procedimientos de composición, las apropiaciones (tanto en una misma sociedad como a lo largo del tiempo) y la forma material de los objetos escritos e impresos.

-En varias ocasiones se ha referido usted a un proceso de "desmaterialización de la obra", que se acentúa desde hace varios siglos. ¿Cuáles serían las causas y los alcances de esta desmaterialización?
-Hay muchas razones que han borrado el efecto de la materialidad de la inscripción. En primer lugar, la definición de la propiedad literaria impulsada en el siglo XVIII, que establece que el autor es propietario de un texto, independientemente de sus formas materiales sucesivas o contemporáneas. El copyright protege la obra en su esencia inmaterial, en su dimensión de producción estética o intelectual. Y a partir de ese momento el derecho en sí mismo opera la desmaterialización de la obra. Es muy interesante el momento en que surgen las disputas por el copyright . Allí vemos el problema de defender la propiedad literaria de un autor sobre su obra en un momento en que el sueño de la Ilustración indicaba la posibilidad para todos de apropiarse de las ideas que se consideraban útiles para el progreso de la humanidad. Hay autores como Condorcet, en Francia, que rechazaban radicalmente toda idea de propiedad literaria, porque consideraban que nadie podía apropiarse de las ideas fundamentales para el proceso de la Ilustración.

-¿Cuáles serían las otras razones de la desmaterialización de la obra?
-Otra razón fundamental está vinculada con la recepción. En este sentido, es el lector mismo quien desmaterializa la obra leyéndola. Inconscientemente, crea una relación en la cual el texto pierde toda forma de especificidad particular. Es el discurso del otro con el cual el lector dialoga, en el cual penetra, o es el discurso el que penetra en él.

-Ingenuamente, el lector puede experimentar el texto como una especie de voz interior, despegada de toda materialidad. Pero también, desde un lugar para nada ingenuo, buena parte de la crítica literaria ha desestimado la materialidad del texto.
-En realidad podríamos decir que esto fue reforzado por toda la crítica literaria, tanto por la más clásica como por la que provino del estructuralismo. La crítica clásica, para la cual el texto está en el corazón o en la mente del autor, no se ocupó de la forma material, sino de la intención del autor. Pero tampoco lo hizo la crítica originada en el estructuralismo francés que, si bien en cierto modo borró al autor, ubicó el sentido en el funcionamiento lingüístico del discurso, sin dejar lugar para el efecto de la materialidad, de la forma de inscripción.
-Cuando usted publicó Las revoluciones de la cultura escrita (Gedisa, 2000; edición francesa, 1997), la de-aparición del libro como objeto parecía inminente. Sin embargo, aún son muchos los lectores que se mantienen fieles al libro de papel.
-En aquel momento había un discurso encerrado en una postura profética que vaticinaba la desaparición inmediata del libro. Algunos presentaban esto con entusiasmo y otros lo rechazaban. Me parece que ya hemos salido de ese antagonismo, en especial, gracias a la idea de que la construcción del sentido de un texto, sea por su autor, sea por su lector, no es independiente de la forma de su inscripción. Se ve que no hay equivalencia entre un texto sobre la pantalla y un texto en la forma de libro impreso. Inclusive aunque el texto pudiera ser considerado lingüísticamente el mismo, la relación con él es por completo diferente. No sólo en cuanto a la postura del cuerpo, sino que también la práctica de lectura es diferente.

-¿Cuáles son esas diferencias?
-Un elemento central, clave, de la lectura es la relación que se puede establecer en cada momento e inmediatamente entre el fragmento, la parte y la obra en su totalidad: coherencia e identidad. Tanto en el caso de la novela como en el del ensayo, se ve que el libro impreso permite esa relación con una facilidad que no se encuentra en el electrónico. En el mundo digital, el fragmento se descontextualiza de la totalidad a la cual pertenecía. Ésta es una propiedad que favorece a los textos que son fragmentos de un banco de datos, porque se supone que nadie va a leer un banco de datos en su totalidad. Pero cuando se trata de un libro que tiene una lógica narrativa, demostrativa o argumentativa, se ve que la expectativa del lector (por lo menos, del lector que entró en el mundo de la cultura escrita con los libros impresos) se mantiene fiel al objeto libro, en el cual, si bien no se está obligado a leer todas las páginas, siempre la relación entre fragmento y totalidad se hace posible.

-En esta situación, ¿tiene sentido mantener la distinción entre un cuerpo y un alma en el libro?
-Actualmente, además del libro como objeto particular, está la computadora, que conlleva todos los textos y que también sirve para lectura y escritura. Ahora, si se torna complejo mantener el libro como cuerpo, ¿qué se mantiene del libro como discurso o del libro como alma? Ésta es toda la discusión a propósito del concepto mismo de libro electrónico. ¿Cómo se puede mantener el criterio de identificación del libro como obra en el mundo digital?

-¿Se puede?
-El problema es que el mundo digital, en su origen, sostuvo la idea de texto móvil, maleable, abierto, gratuitamente distribuido. Toda una serie de conceptos que se oponen término por término a los criterios que definían el libro como discurso en el siglo XVIII, es decir, una obra que no es móvil en cuanto a su texto -aunque puede serlo en sus formas-; que no es maleable; que está impuesta por la forma de inscripción; que pertenece a un autor que tiene derechos a la vez económicos y morales sobre ella; y, finalmente, que circula mediante la actividad editorial y el mercado de la librería.

-¿Esa oposición continúa siendo vigente?
-Hay una tensión entre dos posiciones. Por un lado, la de quienes sostienen que el mundo de los textos podría ser un mundo de discursos sin propietarios, producidos de una manera polifónica y que se separan de la originalidad, remitida al pensamiento o al sentimiento de un individuo singular. Por otro, la de quienes buscan introducir en el mundo digital dispositivos que permitan mantener las categorías de singularidad, originalidad y propiedad. Es decir, que los textos sean cerrados, que el lector no pueda intervenir dentro de ellos; que el acceso no sea necesariamente gratuito sino que, como en el caso de un libro impreso, suponga un pago, y que se reconozca la obra como algo móvil, en la medida en que puede ir de una computadora a otra, pero que no esté abierta, que esté identificada como una composición que tiene una originalidad y una singularidad que remiten al nombre propio de su autor.

-¿Qué piensa de los casos cada vez más frecuentes de textos pensados y escritos para el mundo electrónico (blogs, páginas de Internet) pero que posteriormente son editados como libros en papel?
-Hay una suerte de irónica revancha de la forma clásica del libro. Porque esas prácticas de escritura que tienen su origen y su sentido en el mundo digital -con una forma breve, con una secuencia temporal, con una apertura al diálogo con el lector- hoy en día se encuentran en un formato que es contradictorio con la lógica que ha conducido a esa escritura. Esto se podría interpretar como una prueba de la fuerza que perpetúa al objeto impreso. Pero, al mismo tiempo, se puede interpretar como la fuerza de la propuesta de una nueva manera de escribir, que se inventó porque justamente estaba alejada, distanciada de los criterios clásicos de la escritura para el texto impreso. Esto refuerza la idea de que más que una sustitución radical, lo que vemos hoy son múltiples formas de coexistencia entre escritura digital e inscripción impresa. Las pantallas y los libros impresos pueden cohabitar el mismo mundo: esto es algo que experimentamos todos los días.

-¿Hay factores que pueden desestabilizar la armonía de esa convivencia?
-En primer lugar, no debemos pensar que todos tienen un acceso inmediato a la tecnología. Inclusive los países desarrollados tienen límites culturales, económicos, técnicos en cuanto a dicho acceso. Esto es algo que no se debe olvidar. Pero a esa división se agrega un problema generacional. Es fundamental la diferencia entre los que entraron en las pantallas a partir de la cultura escrita, manuscrita o impresa, y los más jóvenes que, a la inversa, algunas veces entran en el mundo de la cultura escrita a partir de una experiencia que se ha construido y que se experimenta cada día frente a la pantalla.

-Los jóvenes que son muy hábiles para leer y escribir mensajitos de texto pero que tienen dificultades para estudiar textos académicos.
-Exacto. Estamos frente a nuevas generaciones de lectores que han construido sus hábitos frente a una inscripción textual que no tiene mucho que ver con la práctica clásica del libro, del diario, etcétera. En esos casos es probable que surjan dificultades en la lectura por una inapropiada aplicación a los textos impresos de la manera de leer que se ha construido frente a la pantalla y que supone la discontinuidad, la segmentación, la fragmentación. Éste es un desafío fundamental, que debe considerar -y que ya considera- la escuela.

-¿Cuál es el papel de la escuela? ¿Formar a los niños en las nuevas tecnologías o insistir en presentarles una modalidad de lectura tradicional, que se considera en crisis?
-Ambos. Porque por un lado, es absolutamente necesario dar a todos los ciudadanos facilidades para entrar en el mundo digital que se impone a ellos cada día. Es un mundo no sólo de placer, de juegos electrónicos. Es también el mundo del formulario administrativo, el mundo que sirve para construir lo cotidiano. De esta manera, la nueva forma de analfabetismo podría ser la exclusión del mundo digital: gente capaz de leer y escribir, pero incapaz de entrar en este nuevo mundo múltiple, de negocios, de formularios, de juegos, de descubrimientos, de aprendizaje. En esta perspectiva, la escuela debe otorgar un lugar central a la presencia del mundo digital. Pero por otro lado, evidentemente, la escuela debe mantenerse como el lugar en el cual pueda aprenderse la cultura escrita en sus formas más tradicionales. Debe mostrar que hay formas de lectura diferentes de la lectura discontinua y rápida que tiene lugar frente a la pantalla; y que esas formas pueden ser provechosas precisamente porque son diferentes.

-¿Es una tarea que la escuela puede llevar adelante?
-Me parece que es una tarea enorme, difícil, la que se les pide a los maestros y maestras, pero esta relación dialógica permitiría mantener la doble comprensión necesaria para los ciudadanos de los siglos XXI o XXII. Los niños no pueden estar fuera del mundo digital, que está en todas partes. Es semejante a lo que sucede con la televisión. La escuela no puede apagarla. Lo que puede hacer es enseñar a utilizarla: a discriminar, a elegir, a criticar. De la misma manera, el ingreso en este mundo digital debe acompañarse de una relación sostenida con el pasado que es todavía un presente. Es decir, el pasado presente de la existencia de algunos textos u obras con una forma que permite -más que la digital- una comprensión y una construcción del sentido -y, por ende, del individuo- en su relación crítica con la sociedad o con los otros o con la naturaleza.

Por Gustavo Santiago -Para LA NACION




Daniel Diaz / Bibliotecario Argentino